La ULA recibe a Rodolfo Izaguirre y sus juicios acerca del cine latinoamericano
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Al ingresar al auditorio universitario Charles Chaplin,
de la sede en Carmona (ciudad de Trujillo) del Núcleo de la ULA, luces blancas irradiaron la calva
cabeza de un octogenario ex presidente (por 25 años) de la Cinemateca Nacional,
Rodolfo Izaguirre. Su prolija labor como historiador y crítico de cine, le
dieron sobrada validez para ser el invitado principal en la semana aniversario de
la carrera de Comunicación Social, que
cumplía cinco años en el Núcleo Universitario Rafael Rangel.
El laureado expositor ando inaudible entre la audiencia
hasta su asiento de palestra, esto mientras el público se acomodaba entre murmullos. Izaguirre, aparentemente abstraído, se encorvaba con levedad a leer su texto.
Sin embargo su posición no supuso desgano, por el contrario, fue vehemente para
el aforo. Porque como relataría luego, con versátil y perceptible oratoria,
“pienso en imágenes, por eso narró cuando escribo”, y con esa habilidad, pareció
absorber toda la energía de la sala en él con su primera palabra.
Tal vez en sus palabras a los estudiantes aún se encontraban presentes reminiscencias de aquellas explicaciones mágicamente rememoradas por su hijo, el también
escritor Boris Izaguirre, en
conversación con Milagros Socorro para la revista Climax (del 11 de mayo), en
la cual, su padre al percibir la bastedad de conocimientos de su hijo, no podía
dejarlo nunca sin algún razonamiento del extenso mundo.
El joven anciano, articulista del diario El Nacional, dedicó su ponencia
a sus temas predilectos: la lengua, el cine y sus diálogos. Así recordó la
existencia de una gramática única para la lengua que hace notar la poca
importancia de las diferencias dialectales, ya que “se puede hablar bien, aquí
en Valladolid, y en Santiago de Chile” y viceversa; algo que se repite en el leguaje
cinematográfico, ejemplificó. Por eso acusó de “crimen contra la cultura” la
homogeneización en la interpretación de películas al español con la búsqueda de
“un tono neutro” para toda América hispana.
En Venezuela, arguye, el poder de la televisión, con sus
telenovelas y programas de entretenimiento, nace en que el medio sí logró
aprovechar la verdadera situación lingüística del venezolano, hasta caer en lo
mísero y vulgar. En parte gracias al vacío dejado por el cine. Al que denuncio
de tener carácter misógino y maniqueo enceguecedor.
La última parte de la exposición la ocupó el
corto-documental “Yo hablo a Caracas”
(1978) de Carlos
Azpúrua en el cual muchos de los presentes vieron con atención una obra de
calidad artística y filosófica poco
habitual que recoge la opinión de Barné Yavari, un shaman Makiritare dispuesto
a permanecer con sus creencias.
Con
esta obra que representa el pensamiento más autóctono de una venezolanidad
ancestral, empiezan a alzarse las manos en la audiencia, todas con
inquietudes relacionadas a la
cinematografía nacional. Algo en lo que Izaguirre se mostró como pez en agua.
Su análisis era agudo y a veces punzante, contra películas y directores venezolanos.
Pero como respondió a una duda al final, con la retirada en bandada de la
audiencia, “los críticos estamos para decirte en que película es mejor gastar
el dinero, o no”, ustedes deciden.
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